Francisco de Quevedo y Villejas fue uno de los mayores escritores y poetas del siglo de oro español (1492-1681) y de la historia de la literatura española en general.
Su leyenda como poeta y literato se vio acrecentada por su incomparable ingenio, sus despiadadas sátiras y su afilada ironía contra todo lo que el consideraba injusto o reprobable. No sólo era peligroso con la pluma, sino además con su espada, pues era un reconocido espadachín y, pendenciero como pocos, no dudó de batirse en duelo contra aquel que osara amenazarlo o desafiarlo.
Especial rivalidad mantuvo con otro grande de la literatura hispana, Góngora, pero entre las víctimas de sus ironías se encuentran la misma reina Mariana de Austria o Felipe IV, sin olvidar al Conde-Duque de Olivares.
Cuentan que en una ocasión sus amigos apostaron a que no era capaz de reprocharle a la reina Mariana su cojera.
Quevedo, dispuesto a no dejarse avasallar y a llevarse el dinero de la apuesta, se acercó a la reina con dos flores. Ante toda la corte española le dio las flores y le dijo:
Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad es coja.
Evidentemente la reina entendió la frase de Quevedo como "escoja".
En otra ocasión el rey Felipe IV intentó reconciliar a Quevedo con Montalbán (otro poeta de la época) de una de las habituales rencillas que mantuvo Quevedo con sus contemporáneos. Felipe no quería privarse de ninguno de ellos en su corte de poetas. Así pues organizó una cena entre los dos para que reinara la concordia. Parecía que todo iba sobre ruedas pues ambos escritores mostraron su disposición de agradar al rey y dejar de lado su conflicto. Sin embargo la paz no duró mucho ya que Montalbán al ver un cuadro que mostraba a un padre azotando a su hijo porque leía a Cicerón se atrevió a pronunciar:
Fuertes azotes le dan
porque a cicerón leía
Quevedo, no pudiendo contenerse terminó la redondilla improvisando:
¡Fuego de Dios! ¿Que sería
si leyera a Montalbán?
También se atrevió a desafiar las leyes de la época. En el Madrid del siglo XVII se tenía la costumbre de orinar en plena calle (costumbre que los españoles de hoy en día, orgullosos de nuestra historia nos empeñamos en recuperar). Para evitar el mal olor y por cuestiones sanitarias se ordenó colocar crucifijos en distintos lugares de la urbe acompañados de la inscripción:
Donde hay una cruz no se orina.
Quevedo, con ganas de desahogarse y al ver que había una cruz en el lugar que había elegido se aproximó a la cruz y añadió a la frase:
Donde se orina no se ponen cruces.
Fuentes: Mis anécdotas preferidas. Carlos Frisas.