martes, 17 de enero de 2012

La caída de Constantinopla (I)

 El 5 de febrero de 1451 fue un día importante para el mundo. Un gran día para el imperio otomano, pero una jornada de gris recuerdo para Europa y el mundo cristiano. Ese día muere el  juicioso sultán Murad de  Turquía. La noticia no tarda en llegar a oídos de su hijo mayor: el impetuoso y ambicioso Mehmed II. Este debió de recuperarse pronto de la muerte de su padre, ya que de inmediato se encarga de instaurar su nuevo mandato, tarea para la cual no duda en desplazarse con su ejército a Adrianópolis para ser reconocido oficialmente como nuevo sultán, asesinar a su hermano menor para eliminar competencia y ejecutar también al asesino para borrar cualquier tipo de rastro.

 Mehmed es un dirigente cultivado y amante del arte, gusta de leer  las grandes obras clásicas latinas, es un incansable trabajador y un gran diplomático. Sin embargo es un hombre brutal que no duda en derramar la sangre que sea necesaria para obtener sus objetivos, objetivos sobre los cuales predomina la expansión del Islam por occidente.




 Europa contiene el aliento ante tan inquietante cambio de poder, dado que  Mehmed  se muestra más que dispuesto y capacitado para extender el poderío de la inmensa nación otomana a costa de Europa y del cristianismo. Especial motivo de preocupación tiene la ciudad de Constantinopla, en la cual el emperador Constantino observa con impotencia y preocupación como se cierne la tormenta en torno a el. 

 Constantinopla (antes llamada Bizancio y  hoy día Estambul) es la última ciudad del  casi extinto imperio romano oriental, el imperio Bizantino. La ciudad goza de un significado especial para el mundo occidental; se trata de un símbolo de su honor, el viejo guardián del cristianismo y de Europa frente a la constante amenaza oriental que supone la expansión de Islam. Es la última joya de la corona de los césares romanos y la  puerta que separa a occidente de oriente.

 En respuesta a la inminente amenaza que se cierne sobre su ciudad Constantino se encarga de reparar las más que deterioradas relaciones entre la iglesia católica romana y la iglesia  ortodoxa griega. Sin embargo es esta una unión frágil de las iglesias, como el tiempo demostraría.

 Suenan tambores de guerra a las puertas de Europa, y tanto Mehmed como Constantino, frente a frente son conscientes de lo trascendental del momento.

 En 1452 se declara oficialmente la guerra y Mehmed manda reclutar a un colosal ejército proveniente de todos los rincones del imperio. En 1453 ha reunido un ejercito de 100.000 hombres y 125 navíos que irrumpe al pié de las murallas Bizantinas con su flamante comandante a la cabeza. 

 Constantino le hace frente con una fuerza considerablemente inferior de no más de 3000 soldados (muchos de ellos provenientes Nápoles y Venecia) y solo 15 barcos, sin embargo la opción de la rendición no pasa por la mente del último César.



 La gran baza de Constantinopla son sus murallas. Constituyen una inmensa obra arquitectónica construida años atrás por Teodosio, de 7 kilómetros de longitud, abastecida de abundantes torres y otras estructuras defensivas, rodeada de un gran foso de agua y hecha a partir de gigantescos bloques de piedra.

 Parece capaz de resistir cualquier ataque... y así es. Los cañones y arietes de Mehmed no bastan para doblegar a la muralla de Teodosio. El turco se enfurece ya que los sitiados están sanos y a salvo tras sus murallas, y el no puede hacer nada.

 Estudia cada elevación del terreno, cada rincón de la muralla, y no encuentra una forma posible de entrar en la ciudad. Pero la tenacidad de este inmenso general le hace sobreponerse a la adversidad y decide que si sus cañones no son lo suficientemente potentes es porque no son los suficientemente grandes. No hay otra opción y manda que se fabriquen los cañones mas grandes, largos y potentes que se habían hecho hasta ese momento. Cuenta con el servicio de Urbas, un Húngaro conocido como el mejor fundidor de cañones de la época. Urbas era cristiano y había servido a las órdenes de Constantino antes, pero el oro de Mehmed parece hacerle replantearse sus creencias y decide trabajar para los otomanos.

 En poco tiempo y sin reparar en los gastos de producción, Mehmed tiene a su disposición el arma mas colosal jamás creada. Es capaz de destruir un muro de un solo cañonazo, y el estrépito que origina al disparar un proyectil es algo que el oído humano no había escuchado antes. 

















 El Sultán ordena que se fabrique de aquel monstruoso tamaño toda su artillería.

 Cuando los Bizantinos ven llegar una treintena de estos artefactos ante sus murallas reconocen por primera vez el rostro de la derrota encarnado en esos monstruos de metal.

Fuentes: "Momentos estelares de la humanidad." Stefan Zweig.